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Todo lo que OK había aprendido sobra la vida era que consiste en pasar desapercibido.
Así era la rutina, la seguridad de cada día. Ser activado al amanecer, comenzar las tareas de limpieza, encargarse de algún que otro quehacer adicional encomendado por los Amos. Por la noche, colocar los platos en la mesa y escanciar el vino durante la cena. Ser invisible, sobre todo: no molestar con el chirriar de sus articulaciones metálicas, no cruzar mirada con nadie, no salpicar. Patrullar por detrás de las sillas como una sombra, ojo avizor, presto a llenar las copas antes de que la última gota desaparezca de ellas. Era el momento del día que más le gustaba, quizás. Albergaba la esperanza de poder entender alguna vez algo más que palabras sueltas de las conversaciones, de compartir las chanzas, aunque fuera para sí mismo. A veces había conseguido memorizar frases enteras, pese a que ninguna tenía sentido en su cabeza. Algunos Amos hablaban más alto y vocalizaban mejor. Se las repetía en voz baja, en la soledad de su cajón, antes de ser desactivado hasta el día siguiente.
Hoy todo es distinto. Y de pronto, pasar desapercibido ya no es una opción.
El banquete de la noche es un momento de tranquilidad, en el que muchos Amos regresan al campamento y comparten las risas y el jolgorio. Pero hoy han llegado otros diferentes. Tienen la tez más pálida, hablan en lo que parece otro idioma. Palabras secas, cortantes como el filo de las espadas con las que han irrumpido en la tienda y han comenzado a sajar y desgarrar sin miramientos. Los platos se quiebran contra el suelo, el preciado vino se derrama y gotea de la mesa, se funde con el rojo de otro líquido que emerge de los Amos. Ya no hay palabras que OK pueda memorizar. Ya no hay rutina. Sólo alaridos, gritos y miedo.
OK conoce poco de los sentimientos, pero sabe qué es el miedo y lo que trae consigo. Y también lo que significa sobrevivir. Cuando el torbellino llega a él, cuando la lucha entre sus Amos de siempre y los recién aparecidos está mucho más próxima, echa a correr sin dudarlo. Sabe que debe esquivar esos aceros; su mirada privilegiada mide con precisión la trayectoria, esquiva justo donde debe, encuentra el hueco y el instante en medio del frenesí. Conoce el miedo, pero su corazón de metal no se ve corrompido por él. Corre, la puerta está mucho más cerca. Esquiva a los Amos con los que tanto tiempo ha convivido, cuerpos ahora postrados en el suelo. No se detiene en los rostros inertes.
La salida está justo ahí delante, y OK habría llegado si no se hubiera concentrado tanto en ella, quizás. Si se hubiera fijado en el Amo que le seguía. Ahora es demasiado tarde: de pronto un telón cae sobre él, nublando sus sentidos. No tiene tiempo de reaccionar antes de que los dedos hábiles localicen su interruptor y lo desactiven.
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